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Caída

por Odlan Solaz

I


Juh'ra se encontraba frente unas
inmensas puertas de obsidiana; imponentes, lisas y demasiado pesadas
para que incluso el orco pudiera abrirlas. O así serían, de no
haber sido invitado. Juh'ra se tragó su aprehensión y colocó una
mano verde oscura sobre la lisa superficie. Un llanto desesperado
rompió el silencio sepulcral del pasillo, dándole escalofríos al
orco, y las puertas se abrieron por su cuenta. El techo se encendió
con una danza de llamas celestes que iluminaron la habitación con su
brillo fantasmagórico. Juh'ra se mordió el interior de sus labios
cuando sus ojos se enfocaron en el fondo de la habitación. Allí,
sobre un trono de hueso apoyado sobre una plataforma elevada, estaba
sentada una siniestra criatura fácilmente del doble de su tamaño.


Juh'ra no pudo controlar el temblor
que cruzó su cuerpo cuando los penetrantes ojos rojos se lanzaron
sobre él. Ninguna de sus defensas podía protegerlo de esa
inflexible mirada. Su armadura era como papel mojado, sus amuletos
meras baratijas y sus años de entrenamiento solo eran cuentos de
hadas. Así, bajo esa mirada aterradora, su alma había quedado
expuesta ante el Señor Demonio, lista para ser juzgada y condenada.
El corazón del orco cayó a su estómago cuando una sonrisa lupina
apareció en la cara del demonio, y dejó entrever sus aterradores
colmillos.


—Así que al fin has venido,
Juh'ra, rey de Tar'dok. ¿Finalmente te has quedado sin excusas
para postergar este encuentro? —dijo la siniestra figura con un
oscuro júbilo—. ¿Has satisfecho a todos tus amantes? ¿Te
encargaste de toda tu progenie? ¿Viajaste por todas tus tierras y
aseguraste su bienestar?


Con un gesto de sus garras, el rey
orco cayó sobre sus rodillas, presa de una coerción inexplicable.
Oscuros ojos verdes se encontraron con los escarlatas, y el miedo y
la confianza se enfrentaron en los dos lados de la habitación. La
frente del rey orco tocó el frió suelo de piedra, con el
fantasmagórico toque de la magia del demonio aún fresco en su
mente.


—Sí, mi señor Kalam —replicó
el rey orco con una voz temblorosa, sin una pizca de orgullo—. He
venido a cumplir mi parte de nuestro acuerdo.


El lobo con cuernos se levantó de su
trono, haciendo que su corpulento cuerpo provocara que el suelo
temblara con cada paso. Una túnica de un llamativo color púrpura
cubría su antinatural pelaje plateado y una corona de obsidiana y
rubíes descansaba sobre su impía frente.


—¿Estás satisfecho con todo? ¿Fue
tu reino lo suficientemente grande? ¿Fueron tus cosechas abundantes?
¿Murieron todos tus enemigos fácilmente bajo tus armas?


Los dedos de Juh'ra arañaban el
suelo. Su estómago ardía por los nervios.


—Sí, mi señor. Todo fue como
Usted dijo que sería.


—Ya veo. Dime, ¿no encontraste
incontables tesoros en tus minas? ¿No prosperaste cuando otros
fueron asaltados por la plaga y la mala fortuna? ¿No tuviste muchos
hijos e hijas, legítimos e ilegítimos?


El rey orco temblaba mientras cada
palabra se hundía en su corazón como una aguja.


—Sí, mi señor, así fue.


—Y finalmente, ¿no fue tu reino
algo digno de leyendas? ¿No viviste siete veces más que cualquiera
de tus iguales? ¿No eres considerado un gran rey, incluso por tus
enemigos? ¿No triunfaron todos tus planes sin importar qué tan
improbables fueran o cuántos se opusieran a ti en la corte? ¿Y no
viste maravillas que ningún otro mortal ha visto?


—Sí, mi señor. Usted me concedió
todas esas cosas.


El demonio lupino se detuvo frente al
orco arrodillado con sus labios torcidos en una mueca diabólica. El
Señor Kalam extendió una de sus manos y, desde la punta de sus
garras brotó un humo rojo oscuro sobre el orco. Como en un retorcido
ritual, el humo bañó al rey orco, que no pudo hacer más que toser.
El señor demonio movió sus manos como si agarrase una copa de vino
de una mesa y sus garras brillaron de rojo al llenarse de poder. Los
efectos fueron inmediatos; el humo se solidificó alrededor del
cuello y las muñecas del orco, formando ataduras de un profundo
color carmesí. Juh'ra solo pudo jadear sorprendido cuando fue
levantado por las ataduras y sus ojos fueron forzados a mirar a los
antiguos orbes escarlata.


—Bien, Juh'ra, muy bien. ¿No
tienes arrepentimientos esta vez? ¿Alguna queja sobre mis servicios?


Juh'ra rebuscó en su mente una
forma de escapar, conjurando mentiras y planes para salvar su vida,
pero todos se desvanecían como humo tan pronto como los pensaba. Su
lengua fue la siguiente en traicionarlo, arruinando sus intentos de
demorar su respuesta.


—No, mi Señor Kalam, no me
arrepiento de nada. Su parte del trato está hecha.


Un
fuego brotó del
estómago
del orco, quemando su ropa hasta revelar una torcida marca negra.
Kalam sonrió cuando la marca cambió de color de negro a gris, y
luego a un rojo tan oscuro como sus propios ojos.


—Sí, yo cumplí mi parte y ahora
es tu turno. Luego de tantos años, tantos regalos entregados… al
fin eres mío, Juh'ra. —Los ojos del demonio ardieron como soles
gemelos mientras una afilada garra presionaba la marca del orco,
sellando su destino—. Bienvenido a tu nuevo, y último hogar.


II



—No estás prestando atención otra
vez, Juh'ra, ¿qué te tiene tan distraído? —preguntó Kalam. Su
voz gruesa le provocó escalofríos a Juh'ra.


—No es nada importante, mi señor
—respondió rápidamente el orco. Su garganta ardía con la media
verdad.


Los colmillos de Kalam destellaron
bajo la luz púrpura del candelabro. Cada uno era tan afilado que
podía cortar acero con facilidad. Un gran dedo apuntó hacia la
mesa, donde había un tablero en el que las piezas rojas superaban en
número a la blancas tres a uno.


—No lo creo, recuerdo que jugabas
mejor que esto. Incluso ganabas de vez en cuando.


Un
fuerte ácido quemó el fondo de la garganta del antiguo rey y un
sabor amargo se esparció por su boca. Sus piernas temblaban
debajo de la mesa, aunque Juh'ra dudaba que algo pudiera ser
ocultado del demonio en su propio hogar. El orco inhaló con fuerza
antes de que su voz dejara sus labios con un claro esfuerzo.


—No quisiera abusar de su
amabilidad, mi señor. Seguro tiene cosas más importantes de las que
preocuparse.


—Yo seré quien decida eso, mi
amigo.


Hubo un gélido deje en las palabras
del demonio; una aspereza que carcomía la voluntad de Juh'ra como
una roca en el mar.


—En serio, Juh'ra, debes ser un
masoquista. ¿Qué podría ser tan malo para que lo ocultes de mi? No
me digas que te enamoraste de mí.


Las carcajadas del demonio lobo
apabullaron todo ruido en la habitación. Sus túnicas amenazaban con
romperse con cada aliento. El orco se unió a Kalam con una risa
nerviosa y unas gotas sudor frío rodaron por su espalda mientras
rezaba para que el demonio dejara pasar el tema, pero los penetrantes
ojos rojos de Kalam destruyeron ese deseo. Las manos del orco se
cerraron en puños cuando la mente del demonio rozó la suya,
enviándole un claro mensaje.


—Puedo entender si caíste ante mis
encantos. Desafortunadamente, yo no me siento así por ti.


—Tal y como dijo mi señor, es algo
desafortunado —dijo Juh'ra a través de sus dientes apretados
mientras la marca en su estómago ardía como carbón al rojo vivo.


—Sí, así es. Ahora, dime qué te
preocupa antes que tus órganos se vuelvan cenizas.


El frío toque de la coerción golpeó
su mente como un tsunami y las náuseas azotaron al orco a los pocos
segundos. Su marca ardió con más fuerza sobre su estómago,
arrancándole un grito de dolor al orco. Juh'ra golpeó la mesa con
su brazo cuando el dolor pintó su mundo de blanco. Ese momento de
distracción fue fatal para la resistencia del orco, pues la magia
del demonio lo forzó a confesar sus penurias con un frío
desinterés.


—Es mi familia, mi señor. Me
preocupo por ellos, por si están bien o si ya han muerto todos.


El demonio se reclinó en su gran
asiento. La oscura madera rechinó en protesta mientras un bajo
murmullo provenía del lobo con cuernos. El antiguo rey respiró con
pesadez cuando un refrescante flujo de energía brotó desde su
marca, arreglando el daño que había causado. El orco apartó su
mirada del demonio, y su sangre ardía con un calor diferente ahora.
Juh'ra enfocó sus ojos en el resto de la extravagante habitación,
desesperado por encontrar algo que lo distrajera de su vergüenza.
Sus ojos pasaron de las elegantes pinturas que se movían por su
cuenta a los muebles finos que eran más fuertes de lo que parecían
y luego al fuego purpúreo que ardía en la chimenea. Finalmente se
posaron sobre la ventana de cristal al fondo de la habitación. El
vidrio estaba espolvoreado con nieve blanca y hielo, carentes de
vida.


—Solo ha pasado un año, Juh'ra.
Seguro están bien. Te di suficiente tiempo para prepararte, ¿no fue
así? —preguntó Kalam con un tono arrogante. Sus ojos escarlatas
retaban al orco a desafiarlo.


—Así fue, mi señor, y estoy muy
agradecido por ello —admitió Juh'ra mientras su corazón se
retorcía con sentimientos encontrados—. Me cuesta no pensar en
ellos, de seguro puede entender la preocupación de un padre.


—Nunca he sido padre, Juh'ra,
¿cómo esperas que entienda como te sientes?


—Mis disculpas, mi señor, solo
quería decir…


Kalam interrumpió al orco al
levantar una de sus manos. Había una mueca de entretenimiento clara
en su rostro.


—Sé lo que querías decir. Puede
que no tenga hijos propios, pero sí observé a los tuyos mientras
crecían. Casi me hace desear que estuvieran aquí.


Los ojos de Juh'ra se abrieron por
completo y su cuerpo se congeló ante la implicación.


—Mi señor, usted no puede...


—¡Silencio! No tienes derecho a
decirme qué puedo y no puedo hacer, Juh'ra. Ya no más.


El orco mordió sus labios hasta que
el sabor férrico de la sangre llenó su boca mientras su cuerpo
temblaba con rabia impotente. Kalam se levantó y su gran cuerpo se
alzó sobre el del antiguo rey.


—Alguna vez tú me llevaste contigo
en tus viajes, me mostraste el mundo y me enseñaste cómo
funcionaba. En ese entonces yo te admiraba ciegamente y creía todas
tus historias. Seguí todas tus órdenes sin rechistar y más de una
vez te pedí consejo. ¿Recuerdas esos días, Juh'ra? ¿Cuándo
vivíamos sobre el filo de una navaja? ¿Cuándo la luz de un nuevo
día era efímera? ¿Recuerdas lo que me prometiste?


El piso temblaba con cada paso del
lobo con cuernos. Su pelaje plateado reflejaba las flamas siniestras
a medida que se acercaba hacia la espalda del orco. Dedos verdes se
hundieron en la lana del asiento mientras el corazón del antiguo rey
golpeaba su pecho con apremio.


—Así fue, mi señor. Pensé que lo
había había olvidado.


—No olvido nada de esos días,
fueron los mejores de mi vida porque tú estabas a mi lado, Juh'ra.
Aunque en esos tiempos solo eras Juh el Exiliado —dijo el demonio
con una voz llena de nostalgia y palabras dulces como la miel—.
Ambos nos alzamos con el poder. Nadie podía detenernos. Y así, en
la noche antes de ganar nuestra batalla más grande, prometiste que
estarías a mi lado, por siempre.


— Los mortales no podemos vivir
para siempre, mi señor.


Las manos del señor demonio se
posaron sobre los hombros del orco. Sus filosas garras presionaron la
piel sin romperla.


—Tienes razón, ningún mortal
podría vivir tanto como yo —admitió el demonio con un tono
despreocupado antes que una sonrisa lupina apareciera sus labios—.
Que suerte tengo que ya tú no seas un mortal.


El corazón del orco se detuvo por un
segundo y las náuseas retorcieron su estómago.


—¿Qué quieres decir, Kalam?


Kalam se rió con un placer perverso,
trazando con una sola garra un camino desde el hombro de Juh'ra a
su cuello.


—¿No pensabas que habías vivido
todo este tiempo sin un poco de ayuda, o sí? Te he estado cambiando
poco a poco desde que firmaste ese contrato, Juh'ra. Tu larga vida,
tu proeza en batalla, tu memoria infalible… Nada de eso hubiera
sido tuyo si hubieras permanecido como un simple orco, así que te
cambié para que fueras como yo. Puse las semillas de la corrupción
en tu alma y las ayude a crecer durante años.


—Tú, tú no podrías, nuestro
contrato…


—Estipulaba que haría todo lo que
estuviera en mi poder para cumplir con lo acordado. Todo.
Y eso hice. ¿No te preguntaste porque viniste aquí tan dócilmente?
¿Por qué no trajiste a tus héroes y tus ejércitos? ¿Pensaste que
fue tu honor, tu virtud, tu palabra lo que te trajo aquí?


Una ola de
frio recorrió el cuerpo del orco y las palabras escaparon de su
lengua. Los recuerdos de sus últimos días pasaron como un rayo por
su mente. Las ceremonias, las cenas, las procesiones, los discursos…
todos tan vacíos y distantes. El hocico de Kalam se posó al lado de
la oreja del orco y el hedor a sangre y muerte entró en la ancha
nariz del antiguo rey.


—Conozco
la verdad de tu corazón, Juh'ra. Sé que no te has acostado con
nadie en años porque nadie hacia arder tu sangre; sé que comías
menos que el más joven de tus hijos y aún podías derribar a
caballeros con facilidad; sé que no has visitado ningún templo en
décadas y que la última vez que lo hiciste, tus pies estuvieron
quemados por semanas. Y también se cuál fue la mentira que dijiste
antes de venir aquí.


Las
palabras dejaron los labios de Juh'ra y lágrimas calientes cayeron
por su rostro.


—Voy a
detener el despertar del señor Demonio.


—Sí,
esa misma. Extremadamente
simple pero eficaz —comentó
el
demonio lobo
al soltar
al antiguo rey, regresando a su asiento con su gracia sobrenatural—.
Vamos, vamos, no hay por qué
llorar. No soy tan cruel para negarte un poco de misericordia, mi
amigo
. Unos
cuantos hechizos aquí y allá, un manojo de rayos y algunos
terremotos fueron suficientes para vender la historia. Incluso lancé
tu “cadáver"
chamuscado en las afueras de las “ruinas" de mi castillo. Tu
leyenda vivirá por siglos.


—Kalam,
por favor, dime una cosa —rogó el orco con una voz tan rota como
su mundo hecho trizas.


—Lo que
sea por ti, Juh'ra, lo que sea.


—Mis
hijos, todos ellos, no eran… no eran demonios, ¿verdad?


Una garra
afilada obligó al orco a alzar su vista y mirar directamente a los
llameantes ojos del demonio. Un gruñido dejó la garganta del orco y
su marca brilló con un rojo que se hacía más intenso mientras más
tiempo veía esos ojos de depredador.


—No, no
lo eran ni lo son. Mi contrato con ellos lo prohíbe.


—Tu…
¿contrato?


—¿No me
digas que creías ser el único al que le ofrecí un contrato, o sí?



III



El golpe de acero contra acero resonó
a través del aire, acompañado por gritos de dolor y un furioso
rugido. Densas nubes de humo se alzaban desde varias partes del
castillo y oscuras llamas púrpuras danzaban sobre los cráteres
dejados por la batalla. Juh'ra podía verlo todo pasar desde su
ventana en la torre más alta; de la misma forma que había visto los
estandartes dorado y azul y a la compañía de caballeros que habían
atravesado las paredes. El retumbo de una explosión alcanzó sus
oídos cuando otra pared se volvió polvo en el salón occidental.
Están tardando demasiado,
pensó Juh'ra mientras un sabor amargo se esparcía por su boca.


El
antiguo rey sólo podía mirar cómo
los héroes caían uno detrás del otro, sus hechizos chisporroteaban
en sus manos y sus escudos se derretían ante el asalto del señor
demonio. Incluso desde la seguridad de su torre, la viciosa sed de
sangre de Kalam hacía
que las manos del orco temblaran. Habían pasado décadas desde que
Juh'ra había sido testigo de una batalla como ésta,
desde que su corazón batiera
contra su pecho como una estampida. Sus ojos verdosos seguían cada
movimiento y
su memoria capturó
perfectamente cada segundo para futura referencia; el valiente pero
fútil esfuerzo de sus camaradas reavivando el fuego de su corazón.
Alguien ha de contar su historia cuando todos caigan.


Un aullido
afligido ahogó los ruidos de la batalla. Unas oscuras llamas azules
inundaron la tierra y lanzaron a los caballeros por los aires como si
fueran muñecas. Una sombra gigante se alzó en el medio del fuego
salvaje con impías garras dispuestas a descuartizar a todos, pero ya
era muy tarde. La lanza se había hundido en su pecho y su pura luz
dorada brillaba como un faro en la tormenta de fuego. Un último
aullido resonó en el castillo antes de que el que cuerpo del señor
demonio se desvaneciera en una negra nube de humo.


El
silencio reinó por algunos segundos mientras la lanza se clavaba
profundo en la tierra y su brillo se desvanecía como el de una
moribunda luciérnaga. Las llamas siguieron a su señor cuando los
primeros gritos de victoria se alzaron a los cielos grisáceos.
Juh'ra sin embargo mantuvo su ceño fruncido, mostrándole sus
colmillos al mundo. Su garganta estaba bañada en ácido y el sonido
de los latidos de su propio corazón retumbaban en sus oídos. El
viejo orco se apartó de la ventana, tomó asiento tan lejos de ella
como pudo, y esperó.


La
puerta se abrió cuando el cielo se teñía de naranja, y
los
paneles de madera se
separaron
para dejar pasar a la procesión. Primero entraron los caballeros y
magos, y sus
corazones agotados fueron fácilmente convencidos con una sola
mirada asesina. Luego llegaron los pomposos oficiales y sus inútiles
exámenes y preguntas, y esos
también fueron echados de la habitación con ayuda de un gruñido y
unos relámpagos. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se
abriera otra vez, y una pequeña caballera entró.
Su armadura rojiza estaba cubierta por negras
quemaduras pero
el metal aún brillaba
con la magia que protegía su esbelta figura. Su yelmo descansaba en
sus brazos, y una
única pluma roja denotaba
su rango de caballero comandante.


—La'dia
—susurró el viejo orco, su voz cargada de emoción.


—Hola,
abuelo. Ha
pasado
un largo tiempo —respondió ella. Una sonrisa de alivio adornaba su
rostro, enmarcada por dos orgullosos colmillos. La
inocencia de su juventud había
desaparecido, y
también los
cachetes regordetes por comer muchos dulces y los grandes ojos azules
que brillaban con asombro. En vez de eso, tenía las orgullosas
mejillas de un noble y los ojos firmes
de un guerrero.


Juh'ra
se abalanzó sobre ella, y
sus brazos
la enrollaron
en un abrazo tan fuerte que hizo crujir su armadura. El yelmo de
La'dia cayó
al suelo cuando ella lo abrazó también, y
las lágrimas cayeron
por su rostro. El par de orcos permanecieron así por largos minutos,
soportando
el peso de los años perdidos que
aplastaba sus corazones.


—¿Por
qué viniste? ¿No te dije que te quedaras en casa y vivieras una
larga vida? —dijo Juh'ra con una voz tensa mientras reaciamente
rompía el abrazo.


—No
podía dejarte pudrir en este lugar. ¡Tu sacrificio no podía ser en
vano! —respondió la joven orco. Su poderosa voz resonó en la
habitación.


—No fue
en vano. Te mantuvo a salvo y también a los otros… se suponía que
vivirían tranquilamente.


—Y se
suponía que tú estarías a mi lado. Creo que ambos rompimos
nuestras promesas.


La joven
caballera se apartó del viejo orco y sus oscuros ojos verdes
brillaron con dolor. El corazón de Juh'ra hizo eco de su pena, de
la misma forma que lo había hecho cada noche desde que había
abandonado su hogar. Un suspiro dejó los labios del antiguo rey
mientras se sentaba nuevamente, y sus hombros se hundieron por el
cansancio.


—¿Y qué
vas a hacer ahora? ¿Has cumplido tu parte del contrato?


Los ojos
de la joven orco caballera se abrieron como platos e inhaló aire con
fuerza; sus puños se cerraron con fuerza a sus lados y su cuerpo se
tornó rígido. Su voz brotó como un susurro que los oídos de
Juh'ra atraparon con facilidad.


—¿Lo
sabías?


—Claro
que lo sabía. Pocas cosas pueden herir a un señor demonio y no
estamos precisamente en buenas gracias con ninguno de esos poderes.


La'dia
apartó su mirada de Juh'ra. Sus mejillas ardían por la vergüenza.


—Era la
única forma de traerte de vuelta.


—Excepto
que no puedo volver —dijo
él
con una voz llena de pesar mientras miraba a su nieta con ojos
compasivos.


—¿Qué?
—susurró
La'dia. Su
cuerpo se puso tan
tenso como la cuerda de un arco.


—No
puedo volver. Al igual que tú, yo hice un contrato con él y estoy
obligado a permanecer a su lado por el resto de la eternidad. Puede
que lo hayas derrotado en el patio pero…


—No,
está muerto. ¿No lo viste? Lo maté, él no te puede mantener lejos
nunca más.


—Oh,
La'dia… —murmuró Juh'ra con lástima. La compasión se
reflejaba en sus oscuros ojos verdes. Antes de que pudiera decir algo
más, un humo negruzco brotó de las paredes, reptó por ellas como
serpientes y se acumuló en una densa nube cerca de la joven
caballera. La'dia saltó hacia atrás y desenvainó su espada con
un movimiento fluido. La puerta se cerró de golpe y la madera se
convirtió en piedra segundos después. Un olor sulfuroso llenó la
habitación mientras una siniestra figura se alzaba del humo, con
penetrantes ojos escarlatas enfocados en la joven caballera. El acero
voló por los aires y un rugido dejo los labios de La'dia mientras
el arrepentimiento se acumulaba en los ojos de Juh'ra. La espada de
la caballera cayó al suelo, nada más que polvo plateado
desparramado.


—Te
agradezco todo lo que
hiciste, jovencita. No
me había divertido así en décadas
—dijo
Kalam con una voz profunda mientras el humo aún se agarraba a sus
túnica púrpura.


—¡No
puede ser! —gritó La'dia mientras caía al suelo. Su cuerpo
temblaba como una hoja a merced del viento.