Entre Libros y Recuerdos
por Odlan Solaz
Las hojas del libro se sentían suaves y frágiles bajo mis dedos, el blanco de la hoja había dado paso a un gastado amarillo oscuro mientras la tinta de las letras lucía ahora un cansado color gris. Pasé las páginas con cuidado, sintiendo la tensión de la hoja que se esforzaba por no romperse tras décadas de existencia. Me reí por lo bajo cuando el olor a guardado invadió mi nariz, una pequeña venganza de la hoja por forzarla a moverse a su edad. Mis ojos escanearon la página con una tranquilidad paciente y poco a poco descifré los símbolos frente a mí, revelándome más de sus secretos. No pude evitar pensar que el libro debía sentirse feliz, siendo leído tras siglos escondido en la oscuridad, sintiendo las caricias de unas manos sobre su gastado lomo de cuero y el aire jugando con sus hojas. Ya quedaban pocos que los apreciaran, que los cuidaran y los amaran; igual que a mí. Éramos reliquias de un tiempo que muchos habían preferido olvidar, recordatorios de los errores de una decadente sociedad y su inevitable destino. Nuestros propósitos habían sido arrebatados cruelmente, pero al menos uno de nosotros aún podía cumplir el suyo.
Un quejido grave atravesó la habitación momentos antes de que un ?no polvo blanquecino cayera sobre mi hocico, a milímetros de mi cuerno; su toque era áspero y molesto, como hormigas caminando sobre mi piel. Maldije a los constructores del sitio por su trabajo de?ciente cuando el polvo se metió bajo mi túnica y esparció una gran picazón por todo mi torso. Me levanté de la silla con un salto, un leve brillo amarillo brotando de mis dedos al tiempo que conjuraba el hechizo. Con un gesto de mi mano el antiguo libro con ?otó delicadeza hacia una de las mesas que aún seguía en pie. Con otro gesto, el polvo fue expulsado de mi piel, formando una pequeña nube de polvo a mis pies. Una rápida mirada hacia arriba reveló una red de grietas en el techo gris, las primeras señales de que el concreto ya había empezado a ceder. Mi cola azotó el aire detrás mío al tiempo que resoplaba con frustración, había aparecido otra cosa en mi interminable lista de quehaceres.
Por un minuto consideré dejar el edi?cio para siempre, llevarme cuantos libros cupieran en mi desvencijada mochila y librarme del eterno tormento de mi pírrica labor. Más no pude entretener esa idea por mucho tiempo, mis recuerdos del ardiente sol y el imperdonable desierto que nos rodeaban me advertían que esa travesía sería un suicidio. Y eso sin contar la nausea ácida que me provocaría abandonar este edi?cio, mi último refugio… dejarlo a su suerte como ellos lo habían hecho conmigo; era simplemente impensable.
Respiré profundamente y volví a mirar a aquellas grietas, tan delgadas que apenas podía verlas pero tan peligrosas. Me pregunté por unos segundos si yo también tendría grietas como esas dentro de mí, más allá de lo que mi dura piel podría prevenir y lo que el tiempo podría curar. Recuerdos de mi vieja vida azotaron mi mente: los imponentes muros de la Ciudad Blanca, la algarabía de la gente en el mercado cada mañana, el calor de las manos de mis amigos al despedirnos, el agobiante peso de sus ataúdes al separarnos por última vez.
Las lágrimas corrieron por mi rostro, calientes y solitarias. Incontrolables sollozos forzaron su paso a través de mi hocico mientras más memorias brotaban como un géiser. Los años presionaban mi corazón sin piedad; todo ese abandono, esa pérdida, esa insoportable soledad, amenazaba con romperme nuevamente. Mis rodillas cedieron, y con un golpe sordo, arremetieron contra la tierra. Mis antebrazos las siguieron a los pocos segundos pero solo el frío de la tierra atravesó mi gruesa piel. Mi cuerpo temblaba sobre el frígido suelo, mis lejanos y borrosos recuerdos perforaron mi corazón mejor que cualquier arma con la que me hubiera enfrentado. Las caras de mis amigos, sus voces, sus palabras, todo había desaparecido con el incesante paso de los siglos, dejando solo las emociones que alguna vez habíamos compartido y un vacío ponzoñoso dentro de mí.
El tiempo dejó de tener sentido mientras mi mente vagaba entre entre las maravillas de un pasado efímero y el presente cruel. Voces familiares retumbaban en mis orejas, llenas de emoción y afecto, más sus palabras distorsionadas sólo traían a mi mente oscuras siluetas y una punzada de nostalgia. Pero eso era preferible al sepulcral silencio; un silencio que se metía bajo mi piel y retorcía mis entrañas, que reabría heridas ya sanadas y me arrebataba las fuerzas como agua helada. Incluso el tacto me traicionaba, donde un momento mis uñas se hundían en tierra seca luego había un suave pelaje; donde agua fría limpiaba mi piel segundos luego solo sentía el áspero toque del aire seco. Sin embargo, lo que más me consumía, el fantasma que habitaba estas pesadillas lúcidas, eran las promesas. Promesas hechas a luz de luna, aquellas hechas en habitaciones oscuras, las que fueron declaradas a gritos frente a todo el mundo y aquellas dichas en apenas un susurro. Todas fueron rotas en miles de pedazos con el inevitable pasar de los siglos.
Grité. Grité hasta que mi garganta estuvo seca, soltando una serie de alaridos que alzaban preguntas al lejano cielo: ¿Por qué solo yo? ¿Por qué me evitas solo a mí?
Mis puños golpearon la tierra con furia ardiente, recibiendo solo una ligera punzada de dolor como recompensa. Mis manos se alzaron para una nueva serie de golpes cuando algo golpeó mi cabeza. Mis re?ejos actuaron antes de que pudiera procesarlo y una pesada mano sujetó al culpable con ira. Dejé salir un resoplido, mis manos tensándose en preparación para arrojar al objeto cuando sentí el gastado cuero bajo mis dedos. Mis ojos cayeron sobre la otrora elegante cobertura, su negro antiguo había dado paso a un verde oscuro y solo trazos de tinta dorada descansaban en el relieve de las letras.
El vendaval de emociones se calmó inmediatamente, dejando tras de sí un cansancio adormecedor. Unos dedos grandes y grises acariciaron el tomo, teniendo cuidado de no arrancar los restos de tinta del cuero. Con extrema gentileza me levanté y deposité el libro en la mesa junto a su hermano. Mis ojos se pasearon por las altas repisas que me rodeaban, atestadas de libros llenos de polvo y magia; los únicos amigos que me quedaban. Una convicción ?rme se apoderó de mi corazón, exiliando las dudas de mi mente con premura. Acaricié con ternura ambos libros y me limpié los lagrimosos ojos con la suave tela de mi camisa. Respiré profundamente, combatiendo el cansancio emocional con mi sentido del deber, y con un paso trémulo me adentre en las profundidades de la biblioteca.
Me tomó horas de búsqueda reunir los materiales que necesitaba y aún más preparar el ritual necesario. Sonreí con orgullo cuando el arreglo arcano estuvo listo: el tiempo no había carcomido mis habilidades como lo estaba haciendo con el edi?cio. Respiré hondo y me concentré en cada sensación de mi cuerpo. La tensión en mis músculos, el olor a guardado de la biblioteca, las motas de polvo que danzaban frente a las ventanas, el aire seco que se resistía a los movimientos de mi cola. Poco a poco me fui hundiendo en mí mismo, percibiendo hasta el más diminuto cambio en mi cuerpo hasta que la hallé, esa energía en el fondo de mi ser. Plácida, estática y adormecida; tal y como había permanecido por años más allá de su ocasional uso. Enfoqué mi voluntad sobre ella y la jalé hacia afuera. Como la goma se estiró y opuso resistencia, cada gramo de energía requería un arduo trabajo pero los efectos pronto se hicieron claros. Primero fue un pequeño brillo dorado que se deslizaba por mis dedos, luego unos calambres que se extendieron por mi cuerpo y por último, mi sangre ardió como fuego. Guié la energía por todo mi cuerpo, dejando que el fuego quemara toda duda y arrepentimiento. Sólo existía el momento.
Unos orbes de luz brotaron de mis dedos y con unos simples gestos los distribuí por toda la biblioteca. Un chasquido de mis dedos fue su?ciente para encender el incienso y con otro más el suelo me alzó más allá del tope de las repisas. Un viejo libro voló hacia mí y se abrió en la página que necesitaba. Su lenguaje arcaico di?cultó el proceso, pero nada podía detener el ?ujo de la magia. La tinta brilló como la plata mientras las páginas tomaron el color del bronce. Pronto se les unieron los otros libros, añadiendo el brillo de la obsidiana a sus lomos. El aire cambió, el olor a guardado desterrado por el olor a ozono. La magia siguió ?uyendo de mí hasta que la biblioteca entera brilló como los tesoros de la Ciudad Blanca. La conexión estaba completa y como si fuera mi propio cuerpo, podía sentir toda la biblioteca. Cada grieta, cada libro, cada repisa hundida por el peso. Todo estaba claro en mi mente.
Un nuevo libro se abrió frente a mí y sus páginas me presentaron el complejo conjuro. Me tomaría meses terminarlo, quizás años… pero el tiempo era lo único que me sobraba y éste era mi último refugio.
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