Las hojas del libro se sentían suaves y frágiles bajo mis dedos, el blanco de la hoja había dado paso a un gastado amarillo mientras la tinta de las letras lucía ahora un cansado color gris. Pase las páginas con cuidado, sintiendo la tensión de la hoja que se esforzaba por no romperse tras años de existencia. Me reí por lo bajo cuando el olor a guardado invadió mi nariz, una pequeña venganza de la hoja por forzarla a moverse a su edad. Mis ojos escanearon la página con una paciente tranquilidad y poco a poco descifre los símbolos frente a mí, revelándome más de su historia. Una parte de mi pensó que el libro debía sentirse feliz, siendo leído tras siglos de oscuridad, sintiendo las caricias de unas manos sobre su gastado lomo de cuero y el aire jugando con sus hojas. Ya quedaban pocos que los apreciaran, que los cuidaran y los amarán, al igual que a mí. Éramos reliquias de un tiempo que muchos habían preferido olvidar, recordatorios de los errores de una decadente sociedad. Ambos habíamos sido abandonados sin ninguna explicación, nuestros propósitos arrebatados cruelmente.
Un quejido atravesó la amplia habitación momentos antes de que un fino polvo blanquecino cayera sobre mi hocico, a milímetros de mi cuerno; su toque era áspero y molesto, esparciendo sobre mi piel dura y gris con facilidad. Maldije a los constructores del sitio cuando el polvo se metió bajo mi camisa y esparció una gran picazón donde tocara mi piel. Me levante de la silla con un salto y deposité el antiguo libro con delicadeza sobre una de las mesas que aún seguía en pie- Con el libro asegurado, empecé a golpear mis palmas contra mis ropas y piel, maldiciendo al polvo por lo bajo. Una rápida mirada hacia arriba revelo una red de grietas en el grisáceo techo, las primeras señas de que el concreto ya había empezado a ceder. Mi cola azotó el aire detrás mío al tiempo que resoplaba con frustración, había aparecido otra cosa en mi interminable lista de quehaceres.
Por un minuto consideré dejar el edificio para siempre, llevarme cuantos libros cupieran en mi desvencijada mochila y librarme del eterno tormento de mi pírrica labor. Más no pude entretener esa idea por mucho tiempo, mis recuerdos del ardiente sol y el imperdonable desierto que nos rodeaban harían de esa travesía un suicidio y eso sin contar la ácida nausea que me provocaría abandonar este edificio, dejarlo a su suerte como ellos lo habían hecho conmigo; era simplemente impensable. Respire profundamente, palmeando mis ropas para quitar las ultimas trazas de polvo, y volví a mirar a aquellas grietas, tan delgadas que apenas podía verlas pero tan peligrosas. Me pregunté por unos segundos si yo también tendría grietas como esas dentro de mi, más allá de lo que mi dura piel podría prevenir. Recuerdos de mi vieja vida pasaron frente a mis ojos: los imponentes muros blancos de la ciudad, la algarabía de la gente en el mercado cada mañana, el calor de las manos de mis amigos sobre mis hombros al despedirnos, el peso de sus ataúdes al separarnos por última vez.
Las lágrimas corrieron por mis rostro, calientes y solitarias. Incontrolables sollozos forzaron su paso a través de mi hocico. Los años presionaban fuertemente mi corazón, todo ese abandono, toda esa pérdida, toda esa soledad, amenazaba con romperme nuevamente. Mis rodillas cedieron, y con un golpe sordo, arremetieron contra la tierra. Mis antebrazos las siguieron a los pocos segundos pero solo el frio de la tierra atravesó mi gruesa piel. Mi cuerpo temblaba sobre el frígido suelo, mis lejanos y borrosos recuerdos perforando mi corazón mejor que cualquier arma con la que me hubiera enfrentado.
El tiempo dejo de tener sentido, mi mente vagando entre lo que alguna vez fue y lo que era. Voces de viejos amigos retumbaban en mis orejas solo para ser remplazadas por el sepulcral silencio; la dura tierra se enterraba bajo mis uñas donde momentos antes podía sentir su suave piel. Pero, lo que más me consumía, aquello que habitaba estas pesadillas lúcidas, eran las promesas. Promesas hechas a luz de luna, aquellas hechas en habitaciones oscuras, las que fueron declaradas a gritos frente a todo el mundo y aquellas dichas en apenas un susurro. Todas esas promesas que jamás pude cumplir, que fueron rotas en miles de pedazos con el inevitable pasar de los años.
Grite con todas mis fuerzas, un alarido desgarrador que alzaba una sola pregunta: “¿Por qué solo yo? ¿Por qué me evitas solo a mí?"
Mis puños golpearon la tierra con mi ardiente furia, con solo una ligera punzada de dolor para indicarme que había pasado. Mis manos se alzaron para una nueva serie de golpes cuando algo golpeo mi cabeza. Mis reflejos actuaron antes de que pudiera procesarlo y una pesada mano agarro el objeto con ira. Deje salir un resoplido, mis manos tensándose en preparación para arrojar el objeto cuando sentí el gastado cuero bajo mis dedos. Mis ojos cayeron sobre la otrora elegante cobertura, su antiguo negro había dado paso a un verde oscuro y solo trazos de tinta dorada descansaban en el relieve de las letras.
El vendaval de emociones se calmó inmediatamente, dejando tras de sí un cansancio adormecedor por todo mi cuerpo. Dedos grandes y grises acariciaron el tomo, teniendo cuidado de no arrancar los resto de tinta del cuero. Con extrema gentileza, me levante y deposité el libro en la mesa junto a su hermano. Mis ojos se pasearon por las altas repisas que me rodeaban, atestadas de libros llenos de polvo, los únicos amigos que me quedaban. Comprendí en ese momento mi nuevo propósito, la única misión que me quedaba en este hueco mundo y que realizaría hasta el final de mi existencia: Preservar este lugar. Acaricie con ternura ambos libros y me limpié los lagrimosos ojos con la suave tela de mi camisa. Respire profundamente, combatiendo el cansancio emocional con mi sentido del deber, y con un paso trémulo me adentre en las profundidades de la biblioteca, era hora de empezar las reparaciones.
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